Thursday, March 5, 2009

In Memoriam, Walter Quinteros Salazar

Me dio una tristeza enorme enterarme de la muerte de un maestro tan entrañablemente querido y tan único. Fue para mí uno de esos maestros que te enseñan a pensar algunas cosas tan fundamentales que se puede decir que te han enseñado a pensar. La primera vez que hablé con Walter yo era un estudiante de tercer año de bachillerato, y había ido con un amigo a su oficina a pedirle autorización para inscribirnos en su curso de Psicología Social del Cine, que era un curso graduado abierto a estudiantes avanzados de bachillerato. Nos recibió muy atentamente y luego de algunas oraciones largas que no hubiéramos podido entender del todo, nos dijo que cómo no, que estábamos bienvenidos y que después de todo era bueno que fueramos más jóvenes que sus estudiantes graduados porque así no estabamos ‘tan maleados por el sistema’. Era un chiste, pero Walter siempre profesó cierta sospecha de la universidad, o más bien de la reducción de la universidad a los funcionalismos y la tecnocracia presa de las cuales la veía caer, con lo que profesaba en realidad una genuina fe en la universidad posible.
 
En el salón de clases y en las áreas comunes que definían la aldea intensa que era la Facultad de Ciencias Sociales de los noventa como yo la recuerdo, era visible el gusto con que Walter ejercía el oficio. En un sentido era un profesor tradicional, hablaba y hablaba de lo que sabía. Pero en otro sentido era un pedagogo excepcionalmente novedoso y arriesgado: Nos hacia el favor de hacer visible y audible el ‘performance’ del pensamiento complejo ocurriendo ahí al frente nuestro, nos volvía transparentes los procesos y los gestos de una cabeza que se había encargado de pensar una vasta zona de la historia intelectual del siglo XX, y de la modernidad y de occidente.
 
Tanto me estimulaba oirlo que tomé cuatro clases más con él luego de la de psicología del cine.  Las clases eran de 5:30 a 8:30pm, durante el atardecer-anochecer. Y eran experiencias de pensamiento crepuscular en todo sentido: entrabas de día y salías de noche, y en el transcurso veías levantarse y desplomarse todos los cimientos de la cultura moderna. Cogíamos un break a mitad de jornada para un café en los merenderos y para darnos cuenta de cómo avanzaba la tarde, antes de volver a sumergirnos con nuestro guía en las entrañas oceánicas de la sobredeterminación y la determinación en última instancia, el encierro y el desencierro, la subsunción formal y la subsunción real del trabajo al capital, el paradigma de la complejidad, los supuestos de forma de determinación de la ciencia, la revisión piagetiana de la noción kuhniana de paradigma (‘imponderable’), lo inviable del imperativo categórico en un mundo donde todos se comen la luz roja, la autopoiesis y la cibernética de segundo orden, lo análogo y lo digital, el pasaje de la metáfora al algoritmo y del algoritmo al sujeto, el reto que la noción de irreversivibildad le plantea a cualquier pretensión de cientificismo objetivista, … Tres horas más tarde, fatigados pero felices, salíamos del laboratorio crítico con tanto nuevo para pensar y hablar. “ ‘Lo concreto es síntesis de múltiples determinaciones’, escribió Marx, o sea que lo concreto no está al principio sino al final!” … dijo Walter alguna vez, muriéndose de risa, y nunca me olvidé.
 
Sus exposiciones eran siempre una mezcla de historia y epistemología, ese parecía ser el eje de su campo de batalla intelectual, la verificación constante de la historicidad radical del conocimiento científico y del conocimiento en general. La estrategia era ir siempre en busca de los supuestos y los límites. Temáticamente sus exposiciones tenían una redondez misteriosa, avanzaba por digresiones laterales y verticales, que se acumulaban o progresaban o retrocedían, abriendo puertas y panoramizando regiones enteras, todo con una cadencia muy suya. Y siempre (siempre) en algún punto inesperado, el retorno al punto inicial, quizás planeado y quizás no, pero siempre impecablemente bien producido. Podía evocar, a media velocidad y sin moverse de su silla, un panorama realmente mundial, regresando siempre a lo más local y actual, generalmente para hacernos reir de nosotros mismos y de lo que nos rodeaba. Su habla peruana, ya bien mezclada con el habla de Puerto Rico, daba una cualidad narrativa incantatoria al edificio acústico, como si alguien te estuviera leyendo un libro remoto con una ternura demiúrgica.

Creo que muchos de mis gustos y mis hábitos de pensamiento fueron moldeados pensando en las cosas que Walter nos hacía pensar, haciendo el esfuerzo de seguirlo punto por punto y luego teniendo el deleite de inferir que algo habrías estado aprendiendo porque seguirlo te costaba menos. Había una experiencia de vastedad y de amplitud y de alcance. Y había mucho humor también, a veces sutil y a veces aparatoso y acompañado de risotadas silenciosas pero enérgicas con ojos saltones. Sus clases eran testimonio del potencial liberador que puede tener el salón de clases, y del clima de fertilidad que puede darse cuando un maestro implica, a su manera, a los estudiantes de tal modo que todos comparten, sino un mismo trasfondo, sí una misma experiencia de concentración.
 
Una vez tuve la suerte de visitar su finca en el pueblo de Ciales. Sabía de esa finca hacía años y me encantaba imaginar que Walter, ese Tales de Mileto, llegado el fin de semana, se iba en su pick-up monte adentro, agarraba un machete y se ponía a desyerbar. Ese día Walter estaba preparando para sus invitados una pachamanca: carnes envueltas en hojas y ollas llenas de papas se acomodan entre unos chinos de río enormes que han estado en el fuego por horas y luego se cubre todo con tierra, como si la tierra misma estuviera cocinando. La carne, las papas, el arroz y la olla de queso fundido que probé ese día nunca se me han olvidado. Tampoco se me ha olvidado cómo Walter, quizá en un arranque de ironía y de transgresividad caníbal, clavó dos tablitas cruzadas y las espetó en el tope de la montañita pachamánica, a manera de crucifijo mortuorio. Yo me reí, en el momento. Pero quizás había algo anotado ahí sobre cómo debemos ver la vida, o la muerte. Estar en el ritual y por encima del ritual. No porque no importen las formas, sino porque lo que más importa es la vida. La mía, como la de tantos otros, Walter la alimentó y la nutrió tanto, y de tantas cosas tan constitutivas, que lo llevaremos a él en los cimientos para siempre. Gracias eternas Walter..